El Coliseo (Parte I)
Cruel carnicería para jolgorio de los romanos.
Era uno de los grandes días de fiesta en Roma. De todos los extremos del país las gentes convergían hacia un destino común. Recorrían el Monte Capitolino, el Foro, el Templo de la Paz, el Arco de Tito y el palacio imperial en su desfile por las innumerables puertas, desapareciendo en el interior.
Allí se encontraban frente a un escenario maravilloso: en la parte inferior la arena interminable se desplegaba rodeada por incontables hileras de asientos que se elevaban hasta el tope de la pared exterior que bordeaba los cuarenta metros. Aquella enorme extensión se hallaba totalmente cubierta por seres humanos de todas las edades y clases sociales. Una reunión tan vasta, concentrada de tal modo, en la que solo se podían distinguir largas filas de rostros fieros, que se iban extendiendo sucesivamente, constituían un formidable espectáculo que en ninguna parte
del mundo ha podido igualarse, y que había sido ideado, sobre todo, para aterrorizar e infundir sumisión en el alma del espectador. Mas de cien mil almas se habían reunido aquí, animadas de un sentimiento común, e incitadas por una sola pasión. Pues lo que les había atraído a este lugar era una ardiente sed de sangre de sus semejantes.
Jamás se hallara un comentario mas triste de esta alardeada civilización de la antigua Roma, que este macabro espectáculo creado por ella.
Allí se hallaban presentes guerreros que habían combatido en lejanos campos de batalla, y que estaban bien entrenados de lo que constituían actos de valor; sin embargo, no sentían la menor indignación ante las escenas de cobarde opresión que se desplegaban ante sus ojos. Nobles de antiguas familias se hallaban presentes allí, pero no tenían ojos para ver en estas exhibiciones crueles y brutales el estigma sobre el honor de su patria.
A su vez los filósofos, los poetas, los sacerdotes, los gobernadores, los encumbrados, como también los humildes de la tierra, atestaban los asientos; pero los aplausos de los patricios eran tan sonoros y ávidos como los de los plebeyos. ¿Que esperanza había para Roma cuando los corazones de sus hijos se hallaban íntegramente dados a la crueldad y a la opresión mas brutal que se puede imaginar? El sillón levantado sobre un lugar prominente del enorme anfiteatro se hallaba ocupado por el Emperador Decio, a quien rodeaban los principales de los romanos. Entre estos se podía contar un grupo de la guardia pretoriana, que criticaban los diferentes actos de la escena que se desenvolvía en su presencia con aire de expertos. Sus carcajadas estridentes, su alborozo y su espléndida vestimenta los hacían objeto de especial atención de parte de sus vecinos. Ya se habían presentado varios espectáculos preliminares, y era hora de que empezaran los combates.
Se presentaron varios combates mano a mano, la mayoría de los cuales tuvo resultados fatales, despertando diferentes grados de interés, según el valor y habilidad que derrochaban los combatientes. Todo ello lograba el efecto de aguzar el apetito de los espectadores, aumentando su vehemencia, llenándoles del mas vivo deseo por los eventos aun mas emocionantes que habían de seguir. Un hombre en particular había despertado la admiración y el frenético aplauso de la multitud. Se trataba de un africano de Mauritania, cuya complexión y fortaleza eran de gigante.
Pero su habilidad igualaba a su fortaleza. Sabia blandir su espada con destreza maravillosa, y cada uno de los contrincantes que hasta el momento yacía muerto. Llego el momento en que había de medirse con un gladiador de Batavia, hombre al cual solamente El le igualaba en fuerza y estatura. Pero los separaba un contraste sumamente notable. El africano era tostado, de cabello relumbrante y rizado y ojos chispeantes; el de Batavia era de tez ligera, de cabello rubio y de ojos vivísimos de color gris. Era difícil decir cual de ellos llevaba ventaja; tan acertado había sido el cotejo en todo sentido.
Pero, como primero había ya estado luchando por algún tiempo, se pensaba que El tenia esto como desventaja.
Lego, pues, el momento en que se trabo la contienda con gran vehemencia y actividad de ambas partes. El de Batavia asesto tremendos golpes a su contrincante, que fueron parados gracias a la viva destreza de este. El africano era ágil y estaba furioso, pero nada podía hacer contra la fría y sagaz defensa de su vigilante adversario.
Finalmente, a una señal dada, se suspendió el combate, y los gladiadores fueron retirados, pero de ninguna manera ante la admiración o conmiseración de los espectadores, sino simplemente por el sutil entendimiento de que era el mejor modo de agradar al publico romano. Todos entendían, naturalmente, que los gladiadores volverían. Llego ahora el momento en que un gran numero de hombres fue conducido a la arena. Estos todavía estaban armados de espadas cortas.
No bien paso un momento, cuando ya ellos habían empezado el ataque. No era un conflicto de dos bandos opuestos, sino una contienda general, en la cual cada uno atacaba a su vecino. Tales escenas llegaban a ser las mas sangrientas, y por lo tanto las que mas emocionaban a los espectadores. Un conflicto de este tipo siempre destruiría el mayor numero en el menor tiempo.
La arena presentaba el escenario de confusión mas horrible. Quinientos hombres en la flor de la vida y la fortaleza, armados de espadas luchaban en ciega confusión unos contra otros. Algunas veces se trenzaban en una masa densa y enorme; otras veces se separaban violentamente, ocupando todo el espacio disponible, rodeando un rimero de muertos en el centro del campo. Pero, a la distancia, se asaltaban de nuevo con indeclinable y sedienta furia, llegando a trabarse combates separados en todo el rededor del macabro escenario; el victorioso en cada uno corría
presuroso a tomar parte en los otros, hasta que los últimos sobrevivientes se hallarían nuevamente empeñados en un ciego combate masivo la larga las luchas agónicas por la vida o la muerte se tornaban cada vez mas débiles.
Solamente unos cien quedaban de los quinientos que empezaron, a cual mas agotados y heridos. Repentinamente se dio una señal y dos hombres saltaban a la arena y se precipitaban desde extremos opuestos sobre esta miserable multitud. Eran el africano y el de Batavia. Ya frescos después del reposo, caían sobre los infelices sobrevivientes que ya no tenían no el espíritu para combinarse, ni la fuerza para resistir. Todo se reducía a una carnicería.
Estos gigantes mataban a diestra y siniestra sin misericordia, hasta que nadie mas que ellos quedaba de pie en el campo de la muerte y oían el estruendo del aplauso de la muchedumbre. Estos dos nuevamente renovaban el ataque uno contra el otro, atrayendo la atención de los espectadores, mientras eran retirados los despojos miserables de los muertos y heridos. El combate volvía a ser tan cruel como el anterior y de invariable similitud. A la agilidad del
africano se oponía la precaución del de Batavia. Pero finalmente aquel lanzo una desesperada embestida final, el de Batavia lo paro y con la velocidad del relámpago devolvió el golpe. El africano retrocedió ágilmente y soltó su espada. Era demasiado arde, porque el golpe de su enemigo le había traspasado el brazo izquierdo. Y conforme cayo, un alarido estrepitoso de salvaje regocijo surgió del centenar de millares de así llamados seres humanos. Pero esto no había de considerarse como el fin, porque mientras aun el conquistador estaba sobre su victima, el personal
de servicio se introdujo de prisa a la arena y lo saco. Empero tanto los romanos como el herido sabían que no se trataba de un acto de misericordia. Solo se trataba de reservarlo para el aciago fin que le esperaba.
- El de Batavia es un hábil luchador, Marcelo - comento un joven oficial con su compañero de la concurrencia a la que ya se ha aludido.
- Verdaderamente que lo es, mi querido Lúculo - replico el otro - No creo haber visto jamás un gladiador mejor que este. En verdad los dos que se han batido eran mucho mejores de lo común
- Allá adentro tienen un hombre que es mucho mejor que estos dos.
- ¡Ah! ¿Quien es el?
- El gran gladiador Macer. Se me ocurre que el es el mejor que jamás he visto.
- Algo he oído respecto a El. ¿Crees que lo sacaran esta tarde?
- Entiendo que si.
Esta breve conversación fue bruscamente interrumpida por un tremendo rugido que surco los aires procedente del vivario, o sea el lugar en donde se tenían encerradas las fieras salvajes. Fue uno de aquellos rugidos feroces y terroríficos que solían lanzar las mas salvajes fieras cuando habían llegado al colmo del hambre que coincidía con el mismo grado de furor. No tardaron en abrirse los enrejados de hierro manejados por hombres desde arriba, apareciendo el primer tigre al acecho en la arena. Era una fiera del África, desde donde había sido traída no muchos días antes. Durante tres días no había probado alimento alguno, y así al hambre juntamente con el prolongado
encierro había aguzado su furor a tal extremo que solamente el contemplarlo aterrorizaba.
Azotándose con la cola recorría la arena mirando hacia arriba, con sanguinarios ojos a los espectadores. Pero la atención de estos no tardo en desviarse hacia un objeto distinto. Del otro extremo se donde la fiera se hallaba fue arrojado a la arena nada menos que un hombre. No llevaba armadura alguna, sino que estaba desnudo como todos los gladiadores, con la sola excepción de un taparrabo. Portando en su diestra la habitual espada corta, avanzo con dignidad y paso firma hacia el centro del escenario.
En el acto todas las miradas convergieron sobre este hombre. Los innumerables espectadores clamaron frenéticamente:
"¡Macer, Macer!" El tigre no tardo en verlo, lanzando un breve pero salvaje rugido que infundía terror.
Macer con serenidad permaneció de pie con su mirada apacible pero fija sobre la fiera que movía la cola con mayor furia cada vez, dirigiéndose hacia el.
Finalmente el tigre se agazapo, y de esta posición con el impulso característico se lanzo en un salto feroz sobre su presa. Macer no estaba desprevenido. Como una centella voló hacia la izquierda, y no bien había caído el tigre en tierra, cuando le aplico una estocada corta pero tajante y certera en el mismo corazón. ¡Fue el golpe fatal para la fiera!. La enorme bestia se estremeció de la cabeza a los pies, y encogiéndose para sacar toda la fuerza de sus entrañas, soltó su postrer bramido que se oyó casi como el clamor de un ser humano, después de lo cual cayo muerta en la arena. Nuevamente el aplauso de la multitud se oyó como el estrépito del trueno por todo el derredor.
- ¡Maravilloso! - exclamo Marcelo
- ¡Jamás he visto habilidad como la de Macer! Su amigo le contesto reanudando la charla, - ¡Sin duda se ha pasado la vida luchando!
Pronto el cuerpo del animal muerto fue arrastrado fuera de la arena, al mismo tiempo que se oyó el rechinar de las rejas que se abrían nuevamente atrayendo la atención de todos. Esta vez era un león. Se desplazo lentamente en dirección opuesta, mirando en derredor suyo al escenario que le
rodeaba, en actitud de sorpresa. Era este el ejemplar mas grande de su especie, todo un gigante en tamaño, habiendo sido largo tiempo preservado hasta hallarle un adversario adecuado. A simple vista parecía capaz de hacer frente victoriosamente a dos tigres cono el que le había precedido.
A su lado Macer no era sino una débil criatura. El ayuno de esta fiera había sido prolongado, pero no mostraba la furia del tigre. Atravesó la arena de uno a otro extremo, y luego el rededor en una especie de trote, como si buscara una puerta de escape. Mas hallando todo cerrado, finalmente retrocedió hacia el centro, y pegando el rostro contra el suelo dejo oír profundo bramido tan alto y prolongado que las enormes piedras del mismo Coliseo vibraron con el sonido. Macer permaneció inmóvil. Ni un solo músculo de su rostro cambio en lo mas mínimo. Estaba con la cabeza erguida con la expresión vigilante y característica, sosteniendo su espada en guardia. Finalmente el león se lanzo sobre El de lleno. El rey de las fieras y el rey de la creación se mantuvieron frente a frente mirándose a los ojos el uno al otro. Pero la mirada serena del hombre pareció enardecer la ira propia del animal. Erecta la cola y todo el, retrocedió; y tirando su melena, se agazapo hasta el suelo en preparación para saltar. La enorme la multitud se paro embelesada. He aquí una escena que merecía su interés La asa oscura del león se lanzo al frente, y otra vez el gladiador en su habitual maniobra salto hacia el costado y lanzo su estocada. Empero esta vez la espada solamente hirió una e las costillas y se le cayo de la mano. EL león fue herido ligeramente, pero el golpe sirvió solo para levantar su furia hasta el grado supremo. Macer empero no perdió ni un ápice de su característica calma y frialdad en este momento tremendo. Perfectamente desarmado en espera del ataque, se planto delante de la fiera. Una y otra vez el león lanzo sus feroces ataques, y cada uno fue evadido por el ágil gladiador, quien con sus hábiles movimientos se
acercaba ingeniosamente al lugar en donde estaba su arma hasta lograr tomarla nuevamente. Y ahora, otra vez armado de su espada protectora, espera el zarpazo final de la fiera que respiraba muerte. El león se arrojo como la vez anterior, pero esta vez Macer acertó en el blanco. La espada le traspaso el corazón. La enorme fiera cayo contorsionándose de dolor. Poniéndose en pie echo a corres por la arena, y tras su ultimo rugido agónico cayo muerto junto a las rejas por donde había salido.
Ahora Macer fue conducido fuera del ruedo, viéndose aparecer nuevamente al de Batavia. Se trataba de un publico de refinado gusto, que demandaba variedad. Al nuevo contendedor le soltaron un tigre pequeño, el cual fue vencido.
Seguidamente se le soltó un león. Este dio muestras de extrema ferocidad, aunque por su tamaño no salía de lo común. No cabía la menor duda de que el de Batavia no se igualaba a Macer. El león se lanzo sobre su victima, habiendo sido herido; pero, al lanzarse por segunda vez al ataque, agarro a su adversario, y literalmente lo despedazo.
Entonces nuevamente fue sacado Macer, para quien fue tarea fácil acabar con el cachorro.
Y esta vez, mientras Macer permanecía de pie recibiendo los interminables aplausos, apareció un hombre por le lado opuesto. Era el africano. Su brazo no siquiera había sido vendado sino que colgaba a su costado, completamente cubierto de sangre. Se encamino titubeando hacia Macer, con penosos pasos de agonía. Los romanos sabían que este había sido enviado sencillamente para que fuese muerto. Y el desventurado también lo sabia, porque conforme se acerco a su adversario, arrojo su espada y exclamo en una actitud mas bien de desesperación:
- ¡Mátame pronto! Líbrame del dolor.
Todos los espectadores a uno quedaron mudos de asombro al ver a Macer retroceder y arrojar al suelo su espada.
Todos seguían contemplando maravillados hasta lo sumo de silenciosos. y su asombro fue tanto mayor cuando Macer volvió hacia el lugar donde se hallaba el Emperador, y levantando las manos muy alto clamo con voz clara que a todos alcanzo:
- ¡Augusto Emperador, yo soy cristiano! Yo peleare con fieras silvestres, pero jamás levantare mi mano contra mis semejantes, los hombres, sean del color que fueren. Yo moriré gustoso; pero ¡yo no matare!
Ante semejantes palabras y actitud se levanto un creciente murmullo.
- ¿Que quiere decir este? ¡Cristiano! ¿Cuando sucedió su conversión? –
pregunto Marcelo.
Lúculo contesto, - supe que lo habían visitado en el calabozo los malditos cristianos, y que el se habría unido a esa despreciable secta, en la cual se halla reunida toda la hez de la humanidad. Es muy probable que se haya vuelto cristiano.
- ¿Y preferirá el morir antes que pelear?
- Así suelen proceder aquellos fanáticos. La sorpresa de aquel populacho fue reemplazada por una ira salvaje.
Le indignaba que un mero gladiador se atreviera a decepcionarles. Los lacayos se apresuraron a intervenir para que la lucha continuara. Si en verdad Macer insistía en negarse a luchar debería sufrir todo el peso de las consecuencias.
Pero la firmeza del cristiano era inconmovible. Absolutamente desarmado avanzo hacia el africano, a quien el podía haber dejado muerto solamente con un golpe de su puño. El rostro del africano se había tronado en estos breves instantes cual de un feroz endemoniado. En sus siniestros ojos relumbraba una mezcla de sorpresa y regocijo loco.
Recogiendo su espada y asiéndola firmemente se dispuso al ataque con toda libertad, hundiéndola de un golpe en el corazón de Macer.
- ¡SEÑOR JESUS, RECIBE MI ESPIRITU!
Salieron esas palabras entre el torrente de sangre en medio del cual este humilde pero osado testigo de Cristo dejo la tierra, uniéndose al nobilísimo ejercito de mártires.
Tomado del libro El Mártir de las Catacumbas.
Esta historia Continuara .........